El texto que viajó al origen

19 octubre, 2016
Zvi Kolitz, autor de "Yosl Rákover, el hombre que habla a Dios"

Fernando Yurman

La mística judía, observaba el estudioso Gershom Sholem, no registra atributos biográficos, y excepto en místicos como Abulafia, las experiencias propiciadas por la Cábala no apelaban a la vivencia personal; la conciencia individual y la del grupo se solapaban. La figura del autor, como en el caso controvertido del Zohar, tendía a desvanecerse voluntariamente. El texto viajaba por su cuenta por el gran universo de la letra entre lectores e interpretaciones. Más allá de aquel fervor piadoso por la impersonalidad, también ocurrió ese derrotero en pleno siglo XX, con la resplandeciente ficción encendida por un escritor judío que siguió respirando en el cono de sombra del anonimato.

Israel Zvi Kolitz, ex miembro del Irgún, espía, corresponsal, viajero impenitente, que conoció el estoicismo de la prisión y la vanidad de la producción de cine, era el escritor destinado a esa obra. Había nacido en Lituania y radicado en Israel, y después de muchas aventuras se encontraba en Buenos Aires al final de la primavera de 1946. Sus variadas e impulsivas publicaciones abarcaban novelas, ensayos, artículos, que incluyeron un estudio de Mussolini, una reseña de héroes de Israel, ficciones y también el análisis político general. Ahora, en el remoto sur, escribiría su texto más famoso.

Era una mera narración circunstancial, pedida para el cercano Yom Kipur por el director del Idische Zeitung, un importante diario asquenazí de Argentina. En esos días, el trepidante y próspero peronismo no impedía, con su fuerte aura fascista, la libre expresión judía, el intenso periodismo y el pujante teatro idish que templaba una de las mayores comunidades del mundo. El alma de la colectividad mantenía sus dones, pero no eran buenos tiempos. El Estado de Israel no existía, y nadie podía predecir su emergencia, y el ánimo judío se había tornado taciturno por las revelaciones tormentosas del genocidio europeo. Ya se sabía que el pueblo judío había perdido su tercio culturalmente más rico; en las carteleras comunitarias se buscaban todos los días nombres de familiares extraviados; miles de cartas no tenían destino; el idioma idish flotaba como una niebla de la memoria, y no se avizoraban voces vivas que lo sostuvieran más allá de esa generación. La tremenda pérdida afectaba a todos, y un escritor judío lituano, un trotamundo de la Palestina Británica en Buenos Aires, no podía soslayar ese duelo colectivo. Menos aún con la referencia próxima del Día del Perdón y el indetenible aluvión emotivo de sus rituales. Emmanuel Levinas había destacado que el ceremonial de la solemnidad procuraba que en ese día la conciencia moral «estropeada» pueda alcanzar la integridad entre lo comunitario y lo íntimo. La oración compartida debería brindar la mayor soledad y el mayor encuentro con los otros. Anticipando ese trance, cuando abrió la máquina de escribir la memoria lo inundó. Entre los ecos fantasmales de la hecatombe, aislado en su cuarto de hotel, cerca de la Plaza de Mayo, Kolitz escribió el cuento en el rapto de una sola noche.

Era un relato para Yom Kipur, pero le hubiera sido difícil inspirarse en las parábolas jasídicas que recolectó Buber, o en la diestra vena del cuento de Navidad con el que Dickens entibió el lóbrego siglo XIX. El desastre era demasiado hondo y ancho para escribirse, tenía una vastedad desconocida, una ausencia que seguía palpitando sin que pudiera cifrarse. Kolitz era hijo de un importante rabino de Lituania, y eligió escribirlo, no en hebreo, que conocía muy bien, sino en el idish de su infancia. Avanzó entre las imágenes de la pérdida, atravesó amigos, familiares, conocidos. Encontró en ese enjambre espectral una voz bíblica de justicia y venganza que hablaba como su alma, y la encarnó. El relato para el Idische Zeitung se llamó «La invocación a Dios de Yosl Racover». De manera ajustada, pero febril, narra en primera persona la peripecia de un judío que agoniza en el Gueto de Varsovia ya destruido, y al desenvolver su terrible historia reafirma su fe. Unos versos anticipan al comienzo el sentido que habrá de crecer en el texto como un ciclón: “Creo en el sol, aun cuando no brilla; creo en el amor, aun cuando no lo siento; creo en Dios, aun cuando calla». Su contenida furia desató la escritura como un torrente volcánico, nutrido de sufrimiento, desesperación e impotencia. La legión de ausentes y su propio dolor sobreviviente, se fusionaron en una fuerza poderosa. Rostros, voces, memoria e imaginación se coaligaron en la escena. Trataba que las redes de letras capturasen viva aquella realidad inasible de fuego, sangre y humo. Cuando lo terminó, amainó su vehemencia. Agotado, es posible que haya seguido pasivamente el alejamiento de esa escritura hasta sentirla ajena. El vigor literario se había nutrido de sufrimiento cierto, odio tangible, impotencia y desesperación reales. La historia no solo era verosímil, tenía una insoportable veracidad propia. Quizás llevado por esa impresión, usó el procedimiento romántico de Edgard Allan Poe y Mary Shelley, y finalizó la crónica relatando que el manuscrito fue encontrado por una generosidad del azar en una botella, entre las ruinas humeantes del gueto de Varsovia. Ese conocido artificio literario tuvo una eficacia impredecible.

Israel Zvi Kolitz atravesó Yom Kipur, logró renovar en la sinagoga la autoridad de la palabra, el silencio y la presencia del otro, y se fue de Buenos Aires para no volver. Sin mirar atrás, retomó el ritmo de su vida aventurera, y dejó el cuento como uno de los mejores publicados por el modesto periódico. Pero el cuento también pareció iniciar un viaje, y quizás con mas mundo que el mismo Kolitz. Después de unas primeras ediciones, y de obtener un lugar en las mejores antologías de escritura idish local, fue también trasladado al castellano, y luego al hebreo. En alguna ocasión se imprimió sin el nombre del autor, en otras el equívoco se perfeccionó y se editó bajo la autoría de su personaje, Yosl Rakóver. En unos cuantos años de idiomas y comunidades, el texto devino un testimonio «real» de la tragedia del gueto brindado por la víctima. El autor era desconocido;  las huellas de Rakover se habrían perdido, y el poder del cuento devoró cualquier prevención. Los pocos que sabían el secreto quizás preferían el ideal literario antes que revelar la gestación real. Lo cierto es que los años lustraron las frases, la luminosidad del relato le fue otorgando autonomía, y la tensión dramática resistió la especulación de grandes lectores. Emanuel Levinas, que lo admiraba, sostuvo que la belleza del texto solamente podía proceder de la literatura, pero no podía probarlo. Otros, menos escépticos, lo suponían una creación milagrosa. Algunos religiosos lo incorporaron en sus rezos, extendiendo al Holocausto la misma operación con la liturgia que habían practicado los sefaradíes con la memoria de la Inquisición.

Yo lo había leído en una antología como «Tesoros de la literatura idish, de la Editorial Candelabro, cuando todavía se aclaraba quién era el autor. Extrañamente, como un pase mágico de la memoria, con los años se me borró su autor real; solo quedó un recuerdo de la intensidad del dolor y la furia que exhala el relato.

El periodista norteamericano Paul Badle, investigó minuciosamente esta historia al enterarse que Kolitz, un anciano que desde los 79 años enseñaba en una Yeshiva de Nueva York, se había conmovido al saber las vicisitudes y reconocimientos del remoto texto; desde su versión hebrea de 1954, el cuento se había deshecho del autor y andaba por el mundo en versión anónima. Israel Zvi Kolitz alentó la pesquisa del periodista y al cabo de la investigación asistió a su confirmación como autor en 1997, cinco años antes de su muerte. También pudo contemplar el último tramo de ese periplo fantasmal. Cuando Badle había ya cerrado la controversia, gracias a la aparición de un ejemplar de archivo del Idische Zeitung de 1946, guardado cuidadosamente para su examen en un estante de la hemeroteca comunitaria, la explosión de la AMIA lo voló en el atentado antisemita más grave de Argentina. El apasionado artículo, que procuraba revivir imaginariamente en carne viva el gueto moribundo, terminó ofrendado en las ruinas reales de la institución judía. Es difícil no sentir la gravitación poética y mágica del jasidismo o el malabarismo temporal de la cábala en esa coincidencia. El fuego, el humo y las cenizas son universales y cíclicas, la sangre era judía, el odio tiene el mismo linaje, y el esforzado texto imaginado, ya salido de las letras, retornó a la realidad de su origen.

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