El primer ministro de Israel sueña con elecciones

22 marzo, 2017

Pablo Sklarevich
El primer ministro, Biniamín Netanyahu, habrá mirado las encuestas y debe haber visto que no cuenta con candidatos opositores de su talla. También habrá notado que la desocupación, de aproximadamente el cuatro por ciento, es la más baja en una década, y la situación del mercado puede ser calificado por los economistas como de “pleno empleo”.
También habrá visto que el crecimiento del Producto Bruto Interno (PBI) el año pasado fue del cuatro por ciento y según algunos indicadores, se espera que este año sea del seis por ciento. Además habrá observado que los israelíes están entre los pueblos más felices de la Tierra, en el undécimo lugar del Índice Mundial de Felicidad, por encima de Gran Bretaña y Estados Unidos.
Nadie puede tragarse la píldora de que la disputa por el servicio de radiodifusión pública sea una razón suficiente como para amenazar con patear el tablero y disolver el Gobierno.
Algunos especulan que las investigaciones policiales han puesto en jaque a Netanyahu, y el titular del Ejecutivo está dispuesto a llamar a las urnas para ganar tiempo. Después de todo quién sería capaz de molestar al primer ministro durante el año electoral.
Otros sospechan que se aproxima una crisis con los colonos de los asentamientos y su representante, el partido religioso nacional Habait Haiehudí, encabezado por el ministro de Educación, Naftalí Bennett, sobre la construcción en Judea y Samaria (Cisjordania), en torno al acuerdo a alcanzar con la nueva Administración de Estados Unidos, y Netanyahu considera que debe hacer un reajuste en su Gabinete, a través de los comicios parlamentarios.
De cualquier manera, si decide Netanyahu quemar las naves y encarar hacia elecciones generales, debería tener en cuenta probablemente que su verdadero enemigo podría llegar a ser el factor hastío. Ocho años consecutivos de Gobierno podría haber germinado un desgaste. A eso se podría sumarse, la irritación de arrastrar anticipadamente al público cada dos años -en vez de cada cuatro años como encomienda la ley- al costoso ritual de introducir la papeleta en la urna.

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