El presupuesto bianual, una vez más sin debate  

15 noviembre, 2017
Parque de Tecnologia Herzlia -Wikipedia

Israel entre Oriente y Occidente

Benito Roitman

Una noticia que ha pasado relativamente desapercibida, o que al menos no parece haber sido discutida demasiado en los medios, es el anuncio que hiciera el mes pasado el Ministro de Finanzas de Israel, de presentar a la consideración de la Knéset durante el presente ciclo de sesiones de invierno, un proyecto de presupuesto público para el año 2019. Y si alguna reacción ha habido, ésta se ha centrado en la probable relación de esa propuesta con el deseo de evitar elecciones anticipadas, ya que la temprana aprobación de ese presupuesto anularía -a lo largo del próximo año- uno de los principales riesgos de rompimiento de la actual coalición de gobierno. Así, la visión del presupuesto público como el principal instrumento de política del gobierno parece estar siendo reemplazada por la idea de un instrumento al servicio de las coyunturas electorales. Mientras tanto, el ritmo a la baja del costo de vida y la estabilización y eventual disminución del precio de la vivienda, principales promesas económicas en la última contienda electoral, siguen manteniendo eso: su categoría de promesas.
En realidad, en este ciclo de sesiones de invierno, la Knéset debería discutir, y aprobar en su caso, el presupuesto para 2018; pero vale pena recordar, aunque no seamos muy conscientes de ello, que a finales de 2016 se votó un presupuesto bianual para el período 2017/2018, que es el que rige hasta finales del próximo año. De manera que con la propuesta del Ministro de Finanzas se presentará y aprobará, en estos meses, un presupuesto para 2019, mientras sigue vigente el correspondiente a 2018. Y todos contentos, aunque no se entienda demasiado porqué.
De hecho, no hay cambios en la política fiscal, que es la que afecta al bienestar de la población: aunque algunos subsidios a grupos familiares de la clase media se financien con excedentes tributarios pasajeros (como el programa Neto Mishpajá, que busca aumentar el ingreso neto anual disponible de parejas jóvenes con niños pequeños), lo que se mantiene es la tendencia a la caída del gasto público como porcentaje del PIB, pese a las evidentes necesidades sociales insatisfechas en áreas tales como salud y educación y la persistencia de la pobreza y de la desigual e injusta distribución del ingreso.
De esta manera, las cuentas macroeconómicas cierran, el déficit fiscal no se disparará por encima de lo acordado en los acuerdos presupuestales (con lo que el Fondo Monetario Internacional volverá a elogiar a la conducción económica), el shekel seguirá fuerte y atractivo para la inversión extranjera y las agencias calificadoras -como Standard and Poor y Moody´s- seguirán otorgando al país los rangos más altos.
Estas circunstancias se combinan con la notoria capacidad creativa de esta población que se ha manifestado, entre otras cosas, en el desarrollo de nuevos productos, programas y procesos en los ámbitos de la alta tecnología, generando así una corriente permanente de exportaciones de alto valor agregado, capaz de promover y sostener una sociedad de consumo al más puro estilo occidental.
Pero esto cuenta una parte, y sólo una parte, de la historia. La compleja modernidad de Israel se desarrolla por un lado mirando y admirando el occidente, pero por otra parte es consciente de su inserción en el Medio Oriente, en esta región del mundo donde se inició su historia, su cultura, sus mitos. Y súmese a ello que se trata hoy en día de una sociedad que no se caracteriza precisamente por la unidad, aún si se deja de lado por un momento el muy pesado problema de la ocupación. Y esa carencia de unidad se manifiesta especialmente alrededor del factor religioso.
En una nota anterior mencionaba los resultados de una encuesta llevada a cabo en el 2015 por el Pew Research Center, de los EEUU sobre los grupos religiosos en Israel. En el informe correspondiente, se reconocía que “la población judía se mantiene unida detrás de la idea de que Israel es un hogar para el pueblo judío y un refugio necesario por el creciente antisemitismo alrededor del globo”. Pero más allá de ello, la sociedad judía en Israel está dividida en cuatro grandes grupos, de acuerdo a su posición religiosa: 49% seculares, 29% tradicionales, 12% religiosos y 10% ultrarreligiosos. Y en varias áreas cruciales, las discrepancias entre esos grupos son abismales, como lo señala la encuesta.
Sobre ese corte socio-religioso se superponen otras líneas de división, siempre con referencia a la población judía. Quizás el más notorio de esos cortes se refiere a la diferenciación entre ashkenazim (provenientes o descendientes de judíos europeos y del mundo occidental) y mizrajim (término genérico aplicado a los llegados del norte de África y de otros países árabes, y sus descendientes). El “crisol de diásporas” que quiso ser Israel -y en el que el ejército, en su momento, tuvo un muy importante papel como institución integradora y unificadora- no parece haber cuajado lo suficiente. Y a ello debería agregarse, como una aproximación al complejo panorama de la sociedad israelí, las relaciones entre la población judía y la árabe israelí, donde los prejuicios y la discriminación no son algo excepcional.
En ese contexto -un presupuesto público que es cada vez menos una herramienta para promover el bienestar social, divisiones religiosas con acuerdos políticos que impiden separar la religión del Estado y que condicionan el funcionamiento del sistema educativo, líneas étnicas de separación al interior de una misma sociedad (o que configuran diversas sociedades dentro de la sociedad nacional), y una ubicación regional que inevitablemente conduce a una cierta integración cultural- se inscribe el funcionamiento económico/social cotidiano de este país.
No es ninguna novedad comentar que vivimos en una economía dual, es decir, en una sociedad donde la economía funciona a dos velocidades y genera, por lo tanto, resultados diferentes en uno y otro ámbito, que se reflejan -entre otras cosas- en las notorias disparidades existentes en los niveles de ingreso. Sabemos, sí, que del punto de vista económico, para superar esta situación es preciso promover la introducción de nuevas y más eficientes tecnologías a las industrias y a las actividades tradicionales, y elevar al mismo tiempo el nivel de calificación de la mano de obra y ampliar su alcance.
Pero no se trata sólo de maniobras económicas, y no alcanza con ellas. Hoy por hoy, con menos del 10% de la fuerza de trabajo del país se producen bienes y servicios de alta tecnología, la mayor parte de los cuales se exportan, constituyendo uno de los elementos más dinámicos de esta economía. Ahora bien ¿qué sectores de la sociedad aportan más a ese 10% de la fuerza de trabajo? ¿a qué grupo religioso se adscribe mayoritariamente ese 10%? ¿cuál es su aspiración: el Medio Oriente o Silicon Valley? ¿porqué no se integran a ese 10% o no pueden integrarse- los grupos minoritarios? Estas y muchas otras preguntas exigen respuestas claras, para poder construir y poner en práctica un modelo alternativo de sociedad que combine su inclinación a Occidente con sus raíces en Oriente.

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