El ensueño, la literatura y la historia

7 diciembre, 2016
Sabbetay Sevi

Tal vez la historia no sea más que la diversa entonación de unas pocas metáforas.
J.L.Borges. “La esfera de Pascal”.

Fernando Yurman
En un Oriente que todavía devanaba el calmado tiempo circular, un creyente del primer monoteísmo viajó al Nilo con el ánimo límpido que suele preceder la fábula. La esforzada travesía acentuó su fe. Imágenes sagradas del desierto, la misión de su pueblo, la esclavitud de la memoria bíblica, lo conmovían con recuerdos, señales y presagios. Antes había recorrido las vaguedades imperiales del Norte y el Oeste, donde el precepto musulmán es mayoría pero se enrarece con otras creencias. Ese escenario no le concernía. Como otros mercaderes judíos llevaba la fe con modestia y a veces en secreto. Ahora lograba plenitud interior, porque ya había aprendido a aislarse de los gentiles. Su piedad había pulido la cotidianidad hasta convertirla en ritual, y la multitud era solo el murmurante paisaje de la Gran Espera.
En El Cairo, emporio de mercancías y mensajes, un rumor grave irrumpió sobre su indiferencia: la proximidad del Mesías. En cenáculos talmúdicos, en las sinagogas, unos lectores se habían distraído del texto infinito y cultivaban esa inminencia gigantesca. Cerca del Sinaí, al norte del bíblico desierto, un profeta joven pero respetado difundía la presunción con luminosa impaciencia.
El viajero no pudo ignorar ese destino mayor. Guiándose por el rumor, indagando de comunidad en comunidad, se trasladó al Norte del desierto, que era el Sur de Israel, y pudo hallar al profeta. El teólogo lo recibió con alborozo, y pronto su amabilidad exaltada pasó a destilar curiosidad por la inesperada visita. La prudencia y un modesto laconismo la envolvía, y emergió desde el respeto una grave fascinación.  Extenuado por la caravana, afinado por la lejanía, resumido por la arena y el cielo, el agotado viajero emanaba un leve ascetismo, un silencio estricto vecino a la santidad.
El anhelo sagrado del anfitrión esbozó sugerencias y deducciones vertiginosas que ornaban una forma, el justo perfil del Mesías. Su amabilidad se ahondó en liturgia, un aura de devoción colmó los ínfimos detalles de la Presencia. Respetuoso del teólogo que lo estaba profetizando en el presente, el agotado visitante se reconoció o se desconoció en esa unción, pero aceptó su esplendor. Algunos visajes de plenitud en la somnolencia del encuentro lo alertaron, y pudo descifrar todo su viaje con los nuevos signos de la revelación que el otro le prestaba. A los pocos días, comenzó a predicar desde una creciente certeza….
La trama podía haber sido del multitudinario Jorge Luis Borges, del pulido Marcel Schwob, o de algún descendiente del mismo vitral, como Italo Calvino. Contra ese bazar estético se anticipó la inconsulta realidad: el incidente ocurrió hacia 1666 -año cabalístico- protagonizado por el viajero Sabbetay Sevi (uno de los falsos Mesías del pueblo judío) y el teólogo Natán de Gaza. El lugar de la profecía fue patria hipotética de los filisteos, de los judíos, de los árabes, de los turcos, de los palestinos, y el retiro de los colonos israelíes fue la última puntada en su abigarrado tapiz. La que había bordado entonces Sabbetay Sevi siguió dócilmente la futura imaginación de Borges.
Era un tiempo de cruel opresión; sensibilizada por matanzas, quemas y conversiones forzadas. Excitada por el sufrimiento, la creencia mesiánica inflamó los fieles en Europa. El anhelo de redención había enfebrecido las oraciones, perfeccionado los conjuros esotéricos, y algunas Cábalas se descarriaron en nuevas permutaciones heréticas.
Las palabras redentoras de Sabbetay Sevi resplandecieron. Su voz tronó como un relámpago, y estremeció el velo que separa el mito de la historia. La escasa judería de Londres, de Holanda, los cultos ghetos del norte de Italia, los fieles de Bagdad y de Paris, recibieron el pujante influjo que los rabinos condenaban. Un mesianismo urgente atravesaba el archipiélago de perseguidos que era la judería del siglo XVII. En su diario, Daniel De Foe había comentado ese tumulto en sordina; también en Lisboa unas confesiones de la Inquisición lo nombraron y hasta Spinoza se interesó silenciosamente. Arqueados entre la historia, que redimía y consolaba, y la poderosa Ley que solamente en su ejercicio otorgaba al justo la satisfacción, muchos feligreses vacilaron. Sabbetay Sevi apuró el fervor y alentado por Natán de Gaza predicaba con unción renovada. Embargado de un valor nuevo, prometía llevar los judíos a su tierra. Precedido por su fama, el falso Mesías logró una entrevista en la Magnífica Puerta. El gran Sultán de Turquía lo recibió, lo escuchó y lo intimó a elegir entre la conversión al Islam o la muerte. Sabbetay Sevi, con impredecible sensatez, eligió la vida.
Para muchos fieles fue devastador, y sus especulaciones continuaron un barroquismo que podría haber trabajado Kafka o Borges. Los que se arrepintieron de la ilusión secular retornaron al antiguo fervor y su mandato.
Otros interpretaron un castigo divino, un sacrificio y una prueba, y se convirtieron también al Islam para profesar el judaísmo en secreto, como suponían que lo haría Sabbetay Sevi. Afianzaban en esa defección la tradición “marrana”, iniciada en la primera de las inquisiciones españolas. Otros, que siguieron al apóstata Jacob Frank, asumieron nuevas degradaciones religiosas y pecados, para así agotarlos y completar la lista de infamias, que era inmensa pero no infinita. Esa matemática de la impiedad permitiría acelerar el final de la historia, lograr el advenimiento de la Perfección Mesiánica. No vale la pena repasar el taciturno alarde demoníaco, autodestrucción eslava y voluptuosidad bohemia, que anticipó dos siglos literarios ese denso devaneo. Basta saber que extenuaba el anhelo de historia de un pueblo sin historia. Estos judíos secretos, que extendieron el nuevo “marranismo” del siglo XVI hasta el siglo XVIII – y se lo puede sospechar incluso en alguna descripción del embajador Ken Porter en pleno siglo XIX venezolano-, fueron quizás los primeros judíos modernos.
Según el estudioso de la mística, Gershom Scholem, cuando cien años después de Sabbetay Sevi la Revolución francesa permitió algunos derechos, fueron sus extravagantes seguidores los más aptos para el cambio; algunos llevaron sus ideas hasta la guillotina, otros se perpetuaron en los primeros anarquistas.
Fueron también los precursores del Sionismo, hasta que Moisés Hess, amigo de Marx, fundador del socialismo alemán y cofrade del sindicalista Lasalle, hubiese escrito “Roma y Jerusalem”. Ese libro de mitad del siglo XIX, fue quizás la primera percepción histórica moderna del pueblo judío. Inocente de que sucedía a Sabbetay Sevi en la “secularización”, influido concientemente por el resurgimiento nacional italiano y griego, Hess ignoraba el carácter precursor de su propio texto. Carlos Marx, cuya familia se había convertido al mismo tiempo que la de Hess, había universalizado ese mismo influjo mesiánico, que ya había seducido a Saint Simon, y a todos los reformadores que heredaron la misma “Teodicea”.
Según advirtió Isaiah Berlín, fue un cálido abuelo de Hess quién trasmitió en canciones y relatos su larga tradición e hizo su diferencia con los Marx. Cincuenta años después de “Roma y Jerusalem”, saltando sobre la lucidez de Pinsker y el romanticismo de Eliot, Teodoro Herzl fundó el sionismo político y lanzó su célebre ancla entre la historia y la literatura. El nombre sagrado había migrado de la lectura y el ritual hacia la pasión, volvió luego al pensamiento, y finalmente retornó a la realidad material mediante la letra.
Suele suponerse que en el comienzo y el fin de la Literatura esta el mito, que vocacionalmente ponemos rostros a la nube y pentagramas a los árboles, pero igual ocurre con el Tiempo y con la Historia. La identidad humana posee una inermidad que procura cifrarse. Nuestra afantasmada condición no nos permite abandonar la sexualidad infantil sin espantar una cigüeña, ni fundar un pasado sin un Paraíso Perdido, ni concebir el futuro sin esbozar un Mesías. Tres años después del viaje de Sabbetay, nacía en Nápoles Giambattista Vico, que habría de redactar la “ Sciencia Nuova”, y vislumbraría que la Historia no era como las otras ciencias, que se confeccionaba de hombres para los hombres, y con palabras de sus mismos ensueños.

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