El ejercicio democrático disgrega los mitos, divide la potestad y previene el delirio

30 marzo, 2017

El entresijo entre el poder y la locura

Fernando Yurman

La división de poderes, más que la voluntad de la mayoría que tanto suele invocarse, es lo que fundamenta el talante democrático de una sociedad. Vistos de cerca, los términos mayoría y minoría son casi ficticios. La manía de contar nos empaqueta en mayorías y minorías, y lo que fue expresión personal desaparece en ese mutismo estadístico.
Aquello que florece en la vida pública son los brotes toscos de aquel comienzo, pero no podrían hacerlo sin las estacas institucionales que dividen el poder. La minoría suscita una lealtad más íntima y la mayoría un sometimiento a poderes superiores, con el subterfugio de hacerlos creer inferiores, pero ambos se enfatizan desde el poder mismo. Cuando no había conciencia de estas diferencias, la idea que la mayoría merecería poder o privilegio hubiera parecido absurda. Basta recorrer la sociología demográfica del siglo XVI, las regiones deshabitadas de Europa, o el rumor de muchedumbres en “El Lazarillo de Tormes” o “El Quijote”, para advertir que en ese archipiélago humano no había idea de mayoría y minoría.
Esta claro que “Fuenteovejuna”, aquella literaria rebelión, invocaba la justicia, no la mayoría. Por entonces sucedía, sin saberlo, la inmensa minoría. La mayoría es invento nuevo, requiere censos y conciencia de un poder sobre los menos, y una fetichización mas reciente todavía.
La mayoría, como sustitución de un mandato ético en la sofisticada “areté” griega, hubiera parecido un chiste exótico en su esclavista sociedad. En cambio, ya existían entonces los desvaríos del poder, la personalidad con anhelo enfermizo de dominio, la permanente amenaza absolutista en el deseo humano.

El cruce de acontecimientos mentales e institucionales
En un estudio reciente, “La locura y el poder”, Vivian Green intenta unir en un mismo desvarío las perturbaciones de Calígula y los tiranos del siglo XX. La inestabilidad psíquica es definida por el autor como una enfermedad general, trastorno maldito adosado a la voluntad de poder. Pese a lo reiterado del anatema, cabe diferenciar matices en su extraña sociedad con los dictadores. Muchos de ellos, como Nerón o Heliogábalo, han quedado marcados por los desafueros de la leyenda antigua, otros, como Juan sin Tierra, por imprevistas legislaciones avanzadas, algunos, como Pedro El Grande o Iván el Terrible, por una voluntad inseparable de la organización del estado.
El cruce de acontecimientos mentales e institucionales hace difícil la discriminación de los dos ámbitos: el emperador que unificó China es el mismo que procuraba la inmortalidad y construyó un imperio subterráneo para ejercerla. Política y delirio suelen tramarse: la muralla y la quema de libros anteriores a la dinastía, realizó la obsesión despótica por el tiempo y el espacio, pero también forjó la centralidad de ese imperio milenario. Quizás el culto a la personalidad cumpla ambas funciones en aquellos estados que precisan figuras imaginarias providenciales. Megalomanías, alucinaciones y extravagancias narcisistas colorean esas gestas.

“Beneficios secundarios” de un mínimo de locura
Cabe aclarar, en descargo del desvarío del poder, que la vida “normal” de las sociedades no es muy diferente en el uso y abuso social de los trastornos. Usualmente, los buenos policías tienen rasgos paranoicos y los buenos bibliotecarios rasgos obsesivos, y los grandes actores una sensibilidad histérica, y ese “beneficio secundario” parece inevitable, y muy valorado en sus ámbitos. También ocurre en la política.
Recuerdo un candidato a presidente, talentoso y honrado, cuya virtud lo perjudicó. Era demasiado inteligente y reflexivo y también en los reportajes pensaba, evaluaba cuidadosamente la respuesta, e incluso se permitía el lujo inteligente de dudar; extraviado por esos dones fracasó sin atenuantes. También recuerdo otros que ganaron por su natural necedad, ferviente manía y retórica ligera. La interdependencia entre la inclinación mental del mandatario y el ambiente social se ha incrementado vertiginosamente. En nuestro tiempo, atravesado por el populismo y la polarización, la subjetividad del poder, en consonancia con estos fenómenos, adquiere dimensiones narcisistas y paranoides, que exaltan la personalidad y configuran al otro como enemigo. El trastorno mental y la distorsión ideológica se funden visiblemente.

El retorno del sujeto “pueblo”
Es “el pueblo” una entidad mítica que se torna sustantiva al invocarse. Sería largo ilustrar ámbitos que promueven ese lugar imaginario, “pueblo”, y su complementaria polarización en el “antipueblo”. Populismo y polarización se potencian, y están siempre articulados. Pero esos modelos generales se configuran desde acontecimientos particulares, que luego se leen de distintas maneras; los trastornos mentales, la disfunción familiar, usualmente se omiten en la interpretación de esos incidentes. Para algunos,como Rosa Luxemburgo, la “ calculada” revolución rusa no era un teorema ideológico, sino un simple golpe de estado, brindado por la audacia ( tendencia psicopática para nosotros) de Trotsky y Lenin. El desquicio clínico mayor de Stalin, pareció a muchos cronistas un efecto de la muerte ( suicidio o asesinato) de su esposa, y de su derrota en un comicio del Comite Central. En otros casos, el inesperado empoderamiento, una presidencia que no se esperaba ganar, la emergencia ignorada de un oscuro afán vengativo, acelera la confusión anímica previa, rompe las referencias íntimas y se agudizan rasgos querellantes que se leen luego como radicalismo político. El triste ejemplo de Chávez nos parece ilustrativo de esos extraños destinos de la locura y el poder, que hoy parece aumentar globalmente.
El fanatismo es la base del encerramiento ideológico o religioso cuando intenta unificar todas las vivencias, pero también caracteriza el temple psicopático. La exaltación excluyente nutre los afanes utópicos del totalitarismo, y las visiones delirantes de algunas afecciones. Las experiencias populistas suelen estar muy atravesadas por la polarización y el fanatismo, y no siempre es fácil discernirlas. El anhelo de paternidad, central para el populismo, promueve la sumisión. Ocurrió especialmente para el venezolano, cuya historia expresaba disfunciones familiares y heredaba la apelación al antiguo linaje de Dios, El Rey y El caudillo. La redención de la patria era así vertebrada en Jesús y el Libertador, que Chávez recibió de una larga historia amasada en leyenda. Ese propósito, político y religioso, a veces mezclado con fervores patrióticos, sostiene también los grandes mitos maniqueistas en otros populismos. La mezcla de nacionalismo y religión suele ser fatal por su poderío mítico. La imperfecta democracia disgrega los mitos, divide institucionalmente la “paternidad” imaginaria que esas figuras promueven, y no convoca fervores polarizantes. Por el contrario, mística y épica suelen caldear las ideologías. Y cuando se mezcla con las religiones, los nacionalismos y el fetichismo de las mayorías, puede tornarse una combustión destructiva. En tales casos, solo la división de poderes logra sostener la función democrática. En su clásico ensayo de 1835, Alexis de Toqueville vislumbró la mayoría como una dictadura de la cantidad. Alarmado por ese riesgo, John Stuart Mill denuncio con un horror fascinado la “Collective mediocrity” que implicaba “comprimir cualquier carácter que resalte, como hacen en China con el pie de las mujeres” . Es sugerente que Mill haya metaforizado con una barbarie que ya no se practica en China, la que todavia se padece por estos lados.
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