El doble filo de las metáforas

10 octubre, 2016

Fernando Yurman  *  
Esta época, que multiplica su vértigo en una selva de pantallas, también asiste a una recelosa renovación del respeto al libro. Un reconocimiento equívoco, tardío, que se parece a una despedida. Esa veneración de tono crepuscular, es paradójicamente enfatizada por el celuloide. Desde el ambicioso pasaje biográfico de Hanna Arendt que dramatizó el film de Margareth Von Trotta hasta vuelos líricos sobre poetas muertos de un film anterior o las bucólicas semblanzas sobre las librerías londinenses de King Cross de un tercero, no cesa de aludir el cine a esa espiritualidad en retirada. No queda claro si es un homenaje que la imagen hace a la letra o un testimonio más de la sustitución que realiza. Lo cierto es que sobre esa economía de pérdida, el libro y el lector vuelven a definirse.
Los libros han sido, desde el siglo XIX, símbolos de la persuasión y el poder de la razón. Herederos de la pugna entre la pluma y la espada que había glorificado Cervantes, y de la  Civilización y Barbarie que había meditado Sarmiento, los libros devinieron pilares imaginarios contra la violencia. Esa convicción, que a su vez es libresca, no tiene un sólido fundamento. Hitler era un lector voraz, como ilustra  la investigación sobre su biblioteca que llevó a cabo Timothy Ryback, también Pinochet, como sugiere Roberto Bolaño en «Nocturno de Chile», y de Mussolini se sabe que era un sensible lector y un exquisito conocedor de literatura francesa. Lo cierto es que casi todos los excesos autoritarios, desde el siglo XIX,  estén acompañados por la letra. El texto impreso suele legitimar la violencia, y el libro invierte románticamente aquel signo pacífico que otro romanticismo había sellado.
El escritor Antonio G. Iturbe recoge de manera novelada, en «La bibliotecaria de Auschwitz», la mención de Alberto Manguel del legendario Bloque 31, que en el campo de concentración logró albergar una biblioteca fugitiva de ocho libros. La historia le permitió imaginar la literatura como una cerilla encendida en la gran oscuridad de la hecatombe. Por su parte, el  film «La ladrona de libros»,  escenificado sobre el nazismo, sugiere una oposición entre la lectura y la barbarie, incluso una solidaridad espiritual entre lectores.
Tiempo atrás, llevado por similar optimismo, la novela «El lector» del notable escritor, y equívoco revisionista histórico, Bernard Schlink, propuso el ejercicio de la lectura casi como un antídoto a la barbarie. Para disminuir su fe bastaría señalarle los capítulos del “Mein Kampf” que muestra a Hitler como un notable lector, incluso con una teoría propia del buen lector. La condición autodidacta, en la vastedad libresca, le permitieron soldar su desvarío personal con el paisaje social. Su concepto de la lectura política, y el obsesivo control de sus demonios íntimos, permiten advertir al ojo clínico la imposibilidad de que los libros atravesaran el fortín de su patología. Al contrario, la alimentaban, le entregaban el gran combustible ideológico del romanticismo germano. El texto de Hitler, de notable soltura oral, tiene por cierto un gran desván literario. Guarda reminiscencias pasionales de Dostoievski, de Eugenio Sue, de Knut Hamsum, pero volcadas como experiencias que templaron su visión totalitaria. Es su propia infancia idealizada, su miserable adolescencia marginal, lo que logra fundir en una ideología explicativa a través de un delirio minucioso. Y lo logró por los libros. Sin la vasta obra de la novela naturalista, sin emociones de folletín, quizás Hitler no habría logrado el pasaje del drama íntimo al escenario público. Su descubrimiento iluminador del “judío”, la instalación del resplandor comprensivo, emerge en su folleto con la misma contundencia alucinante de los brotes psicóticos. Se advierte como la revelación lo apacigua, lo ancla en la certeza paranoica. Pero sin los libros que lo justificaron, sin una cultura creyente de las letras, la enfermedad de este “orador” esencial no hubiera podido propagarse; aún en las desastrosas condiciones de la República de Weimar se requería un melodrama expresionista. Creencias ilusorias, desvaríos raciales, fantasías secretas, acompañaron siempre a buena parte de la humanidad, que no siempre las pone en práctica; delirios cerrados como el de Hitler abundan en los manicomios; lo que no suele ocurrir tan seguido es que se encuentren, y hagan puente dos registros. Los libros,  sede mayor del ensueño juvenil en esa época, solía ser el puente que fusiona la biografía y la historia, la crónica personal y la memoria popular. Aunque la voz, como incluso señala el mismo Hitler, era fundamental para su influjo, no hay duda del peso que le otorgaba el argumento libresco al poder de la radio. Se sabe que el diablo puede citar a su favor las escrituras, y contra la creencia de Sarmiento, contra la ingenuidad revisionista de Schlink, los libros fueron también parte de la barbarie.
En nuestro heterogéneo presente, la información digital y la imagen sustituye gradualmente los libros, y quizás no es casual su paralelismo con la extinción de los grandes relatos ideológicos. Los mitos no se terminan electrónicamente, solo se empequeñecen y multiplican sin control, a golpes de fragmentos, nociones dispersas, pasiones diseminadas en la vasta pantalla que unifica la mirada, y también la uniforma. En un libro, decía Proust, nos leemos a nosotros mismos, pero ¿a qué criatura leemos en una pantalla?

Las metáforas giran solas en Internet
Es cierto que los libros fueron parte de la barbarie, pero también de su redención. Cabe aquí recordar que no se cumplió aquella profecía de Adorno sobre el fin de la poesía después de Auschwitz, y que aquella lengua moribunda -que el filólogo Victor Klemperer definió como «La lengua del Tercer Reich»- renació en Paul Celan, sobreviviente de los campos y poeta mayor de la postguerra. Era judío, escribía en alemán, y estaba obligado a reinventar la piel no usada de esa lengua, y buscar el otro filo de la metáfora. Su proeza en la redención de la palabra, no fue sólo poética.
El libro había permitido un fastuoso imaginario privado, el ensueño abierto del lector solitario, la ética libertaria del escritor solitario, pero también el descubrimiento y reorientación del mundo con mentores autorizados, los voceros de la tribu humana. La figura cívica de los intelectuales como faros, como ocurrió con Zola, Tolstoi, Romain Rolland o Bertrand Russell,  se pierde hoy en la luminosidad de las constantes pantallas. Aquella  traición de los clérigos, como se había llamado metafóricamente la pérdida del papel de los «maestros pensadores», hoy es sustituido por una simple disolución. La información se funde con la reflexión, y la idea viaja en la expansión perpetua, surca ese universo sin centro en ninguna parte que constituye el Internet. En ese espacio polivalente, pero sin tiempo y lugar, y casi sin sujeto, las metáforas giran solas sus dobles filos impredecibles. Si el libro no existiera, tendría que inventarse para volver a saber de nosotros.
* Psicoanalista y escritor, Kfar Saba

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