¿Democracia o Teocracia?

3 noviembre, 2016

Aarón Alboukrek
En alguna ocasión Sartre dijo que lo real lo había encontrado en los libros. Me imagino entonces que el acontecer habría sido para él lo ilusorio en cuanto a un sistema de conocimiento. La vida como figuración, la literatura, en su más amplio sentido, como conocimiento de la realidad. Los libros descubren, explican, penetran, clasifican, ordenan la realidad; la cotidianeidad transfigura lo indeseable en sueños y mentiras autocompasivas. En esto no hay retórica, o se conoce o se cree que se conoce. Pero ¿y la maldad? ¿No es ella suficientemente contundente como para pensar que el conocimiento de esa realidad está en el acontecer y no en el manuscrito? ¿No es ella tan poderosa como para pensar que la literatura carece de palabras para desnudar su cruda dictadura y el intento terminaría por ser sólo ficción?
La maldad es contundencia, no hay espacio para la figuración retórica, en particular la que tortura o viola o asesina con plácido sadismo, pero ¿puede el sobreviviente cargar por siempre esa tiránica experiencia sin una mentira autocompasiva o un sueño que la transfigure? Es improbable, entonces ¿el sobreviviente crea una falsa realidad para resistir? ¿Convierte lo contundente en dinámica ilusión? ¿Se aleja de lo real?
Y si en lugar de seguirse autoengañando y escribiera de su experiencia con todo y la limitación de las palabras, ¿estaría regresando a lo real por intentar explicarse y explicarnos de manera ordenada el origen de su trauma inducido? Es probable, entonces ¿estaría reconvirtiendo su mitigación en algo real?
Parece que el acaecer, al final, necesita de la literatura para penetrar lo real, pero la literatura ¿no puede ella también crear del acaecer una mentira, una ilusión, un sueño dinámico? Si el acaecer produce ilusión, la ilusión también produce un conocimiento del acaecer. ¿Dónde está entonces el principio del conocimiento de la realidad?
Estas dos líneas podrían entrecruzarse si al escribir un libro se estuviera transfigurando lo indeseable en sueños, es decir, escribir un libro donde la ilusión como transfiguración de lo indeseable fuese tanto un conocimiento de lo real como la realidad misma de la escritura que lo descifra. Un ejemplo extraordinario de ello es “El Estado de Judío” de Herzl pues ahí se transfigura la contundencia del antisemitismo indeseable en el sueño de un Estado para el pueblo judío. De la literatura nació el Estado de Israel, lo real engendró realidad. Pero ¿qué tan real es ese Estado histórico en cuanto a la ilusión que desencadenó la postulación escrita de su existencia? ¿Se necesita de la imaginación para encarar su acontecer? ¿Corresponde el sueño ordenado de Herzl con la historia?
Recuerdo los libros de judaísmo, de historia y literatura judías que me formaron en la infancia y en la adolescencia, guardaban para mí la realidad esencial de mi pueblo ancestral, y creía que proyectaban sus haces de luz sobre todas las comunidades de la diáspora mitigada. Bialik era como una fuerza pura de la tierra que floreaba cantos verdaderos antes de dar manzanas.
Pese a sus catástrofes relatadas, toda esa escritura se erguía combatiente, era el milagro y la tenacidad, las virtudes morales y el trabajo, la solidaridad y la justicia, la alteridad postulada y asumida, la creatividad invencible, la insumisión… Con ella, no necesitaba de una ilusión dinámica para afrontar el judaísmo; el Shabat entre los ecos persistentes de las expulsiones y los peregrinajes forzados, y el austero Seder de Pesaj entre las cenizas aullantes del dolor concentrado en la industria nazi de la infamia se me tornaban paradigmas de una realidad inquebrantable y armónica. La escritura era lo real. El Estado de Israel se me representaba entonces como el clímax de lo real literario, como una historia narrada desde el interior de la escritura herzeliana, y la vida combatiente de tantos jóvenes como el relato fantástico de la lucha por la libertad. La literatura era lo real.
El Estado de Israel mantenía su pureza literaria y su esencia era la bondad judía pues exhibía una sociedad bastante igualitaria. Se hablaba de teocracia, pero el peso de ella era muy inferior a la organización social y a las acciones de sus instituciones democráticas. Era una nación sui géneris que correspondía a su historia escrita.
Hoy, pasadas tantas décadas desde su creación, me veo buscando una ilusión donde antes sólo había esa realidad, esa bonanza nacional-universal, una deformación que me permita mitigar la ausencia de la reescritura de Israel, el vacío de un nuevo libro donde pudiese encontrar las anchas grietas entre “El Estado Judío” y el Gobierno Teocrático de Biniamín Netanyahu. Me veo buscando una historia que me impida fantasear con el sionismo  y elevarlo a una bondad que sólo ocurriría en mi necesidad de mitigación.
¿Es posible hoy reescribir al Estado de Israel y entrecruzar una vez más lo real y lo imaginario? ¿Cuál es el destino de un pueblo universal al que se le está reduciendo a su diferencia potestativa?

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