Dejar de temer a Dios y la comunidad: jóvenes judíos que dejan la ultraortodoxia

Ilustración. Jóvenes ultraortodoxos en Israel Foto: GPO

Renunciar a casarse con un desconocido, dudar de la fe, huir de abusos o aspirar a tener el control del día a día son algunas de las razones que llevan a jóvenes israelíes a dejar la comunidad ultraortodoxa (en hebreo, haredim, temerosos de Dios) y buscar su propio camino.
En el patio de una casa de un barrio residencial de Jerusalén, chicos y chicas en la veintena charlan. Llevan vaqueros o pantalones cortos, camisetas de tirantes, modernos cortes de pelo, pendientes y hablan de su futuro como cantantes o trabajadoras sociales; hay que hacer un esfuerzo para imaginarles, hasta hace poco, como miembros de la cerrada y estricta comunidad ultraortodoxa.
«Trabajo, amigos… Cuando se van de la comunidad lo dejan todo. No tienen apoyo, tienen que empezar desde el principio», cuenta Neta Duvdevani, una trabajadora social de este centro de acogida de la organización Hillel donde residen temporalmente jóvenes que quieren «salir» (‘yotze’, en hebreo) y a los que ayudan a «tener éxito, integrarse en una vida nueva, en la sociedad».
Estas comunidades están regidas por los preceptos de la Torá (cinco primeros libros de la Biblia), de donde esta devota corriente del judaísmo extrae la ley, las normas de alimentación, vestimenta, relaciones entre hombres y mujeres, y su contacto con el resto del mundo o «modernidad», de la que se mantienen alejados.
«No saben cómo es la economía, que hay que trabajar, pagar, qué es la vida real», así que tienen que aprender cosas tan sencillas como qué ropa ponerse, higiene, cocinar o convivir, «todas las habilidades básicas que necesitas para ser independiente», resume.
«Son gente inteligente que vive en un mundo diferente, en un país dentro de un país», en el que no hay televisión, internet o periódicos, y donde el acceso a películas, radio o cualquier forma de apertura a una vida que va más allá del estudio de las escrituras sagradas constituye una desviación.
Daniel, de 19 años, no sabía qué era Facebook o quién era Messi, cuenta este hijo de rabino descendiente de judíos yemeníes que no echa de menos «nada» de lo que dejó atrás hace dos meses.
«No hay que rezar, no hay reglas», es lo que más le gusta cuando lo compara con un tiempo en que todo estaba regulado «desde que abres los ojos».
Ahora «no hay que hacer lo mismo cada día. La rutina es diferente», asegura sonriendo con timidez cuando comenta las nuevas vivencias que tienen, como hablar con chicas, que antes ni existían para él.
Meyer (nombre ficticio), sopesa «cinco o seis sueños», como dedicarse a cantar, para esta etapa iniciada hace cinco años, cuando con 17 dejó la yeshiva (escuela religiosa) y buscó el mundo que conoció viendo a escondidas la serie estadounidense Gossip Girl.
«En un momento, mi percepción del judaísmo cambió. No era un enfoque ultraortodoxo», rememora con desparpajo en inglés, que ha aprendido con series y películas, sobre un sentimiento que inició su cambio, aunque no lo fue todo porque para él «experimentar, salir y ver el mundo» fueron razones más fuertes que la ideológica.
«Me veo con 21 años, con mi pasado y mi futuro. Tuve toda una vida antes. Crecí con mi familia. Hubo muchas cosas malas, pero también buenas. Fue una parte significativa de mi vida», valora.
Para Shlomit, que estudió con Meyer y también «salió» hace cinco años, la situación «apestaba», pero el proceso ha sido «increíble».
Este joven sufrió abusos, algo por lo que ya había pasado alguno de sus hermanos. Uno de ellos, homosexual, fue sometido a una terapia de conversión, y sonríe con tristeza al explicar que su padre era «inspector de espiritualidad».
«Empecé a pensar que la religión no es tan buena y me planteé si quería que mis hijos fueran así», rememora.
Al año, 1.300 personas renuncian a su comunidad, cifra Duvdevani, en su mayoría jóvenes y hombres, para los que la ultraortodoxia «es más difícil» que para las mujeres, porque ellas trabajan, pero ellos «solo pueden rezar», sostiene.
Teila tiene 26 años, también es trabajadora social, su padre no sabe dónde está, pero cuenta con el apoyo de su madre, que también se ha ido de la comunidad que ella dejó tras deshacerse en una tercera cita, la definitiva, de un matrimonio arreglado con alguien a quien había visto solo en dos ocasiones.
«Realmente quería creer en Dios. Verdaderamente lo intenté, pero no podía entender cómo Dios, un padre, podía ser tan cruel», recuerda Teila, que lamenta cómo no era posible cuestionar nada en torno a las creencias.
«Los profesores nos decían que el mundo fuera es peligroso. (…) Se trata de un muro. Todo tiene que ver con un muro, con la separación», opina apenada. EFE

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