Con el corazón en la mano

9 noviembre, 2016
Foto: Yad Vashem

Aarón Alboukrek
Como si fuera una auténtica asociación libre, dos palabras caleidoscópicas  irrumpieron en mi mente saliendo del museo Yad Vashem: Libertad y Maldad. Dos voces cuyas definiciones o explicaciones se escurren cada vez que se realizan en el habla, en la escritura o en el pensamiento silente, ayer y siempre. No existe una relación per se entre ellas, y como tantas otras combinaciones posibles entre palabras sus vasos comunicantes son trazados por los seres humanos en la cotidianeidad y en la historia misma de los pueblos. Sus palpitaciones se sienten profundamente en la vida real y en la memoria heredada de muy diversa manera.
No sé si esa asociación libre, de carácter impetuoso como la sentí en ese fugitivo e indeleble momento, haya tenido que ver con el hecho de que haya buscado durante décadas alguna explicación razonable a mi entendimiento de esas dos palabras por los caminos de la intrincada Filosofía. Tampoco sé si se debió a que las he escrito muy juntas en repetidas ocasiones en docenas de textos y ensayos a fin de arrebatarles, con orden y paciencia, sus secretos semánticos. Nada más lejos de haberlo conseguido, lo confieso, me faltan y me faltarán senderos importantes por recorrer y entender. Y aunque seguramente mi visión será modificada de alguna manera en el futuro, me parece que puedo, no obstante, decir en esencia lo que hasta el momento me ha enseñado, o le he aprendido a la Filosofía sobre esas dos voces encapsuladas en el Tiempo inclemente:
Primero: que la Libertad no se consuma en las veredas de la Razón y,
Segundo, que la Maldad se actualiza como si fuese una esencia inexpugnable de condición.
De la primera podría decir que su raudal es tan inmenso como la Soledad, y de la segunda que sólo resta tratar de combatirla.
Pero mi travesía sensorial por el museo, esa suerte de Archivo General de la Maldad y Manantial de Fuego para la Libertad, me hizo descubrir de manera casi destemplada limitaciones insospechadas para mí a los ramales del amparo que siempre ha brindado la frondosidad de la Filosofía, a saber:
La filosofía sí era una herramienta para afrontar la lucha inmaterial de la vida, pero no podía garantizar el ánimo de sobrevivir.
La filosofía sí llevaba a una cierta comprensión de la otredad sin estar limitada por los sustratos culturales, pero ese conocimiento no era suficiente para conocer la alegría.
La filosofía sí acercaba al temor de Dios, pero no conciliaba sus silencios mordaces.
La filosofía sí podía desenredar los sentimientos encontrados de la realidad cultural, pero no podía desdibujar el sentimiento de marginación ni evitar el síndrome de la subclasificación social.
La filosofía sí podía alimentar la racionalidad emotiva, pero no podía combatir la ansiedad de la rebeldía sufriente.
La filosofía sí sabía cómo desnudar la victimización legítima, pero no impedía la posibilidad de asumirla como esclavitud.
La filosofía sí producía el efecto sentimental de la universalidad, pero no podía liberar el corazón atrapado en la vinculación o la desvinculación patria.
La filosofía sí era capaz de detener el olvido, pero no le alcanzaba para que la memoria dejara de constreñir el alma.
La filosofía sí acercaba los secretos de la libertad, pero se alejaba cuando la libertad estaba desamparada.
La filosofía sí tenía el poder de instruir a la voluntad de olvidar para sobrevivir, pero era impotente para enseñar a poder no olvidar voluntariamente.
La filosofía era capaz de conocer el corazón del hombre, pero no era suficiente para afrontar el terror de las masacres.
Descubrí que sin involucrar el corazón en el mundo, no hay filosofía que lo libere, aunque con ella el corazón se protege.

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