Borges: Memorias de memorias

17 noviembre, 2016

El compromiso del escritor argentino contra el antisemitismo

Fernando Yurman*

Entresacar una memoria de Jorge Luis Borges, en esta época de presente perpetuo, ahogada del mal de «Funes el memorioso», parece casi imposible. Mundo de imágenes sin concepto, del recuerdo que se multiplica sin pausa, detallado y ajeno: cultura convaleciente, como el mismo Funes. Tiempo que atenta contra el paso del tiempo, en un vértigo de flashes que iluminan la impotencia de pensar. No falta exaltación, pero entre conmemoraciones, panegíricos y pompas, la obra de Borges permanece impertérrita; sigue flotando alta y única sobre el aniversario, poseída por su radical intemporalidad. Esa obra contagia al autor. Ya era en vida más una abstracción literaria que una presencia de carne, y su muerte lo había recibido intangible, como un sueño a otro, como «el agua en el agua». También su escritura, su voz, su narración, pertenecieron al espacio sideral de la letra, al espectro poético del lenguaje. Una perfección incesante cuyo fantasma sigue interrogando las generaciones, nuevas esgrimas retóricas que se baten sobre su luz. En esa perplejidad, su memoria sin bordes sigue abierta a la memoria.
Como antes, como siempre, se lo sigue leyendo por primera vez; como a muy pocos autores del siglo XX: Kafka, Proust, Joyce, que tampoco logran envejecer. En el caso del autor argentino, las distintas pieles del posmodernismo no hacen sino confirmar los duendes anticipatorios que lo poblaban: el Internet, que nunca conoció, realiza “in vivo” “La Biblioteca de Babel” ; “El Jardín de los senderos que se bifurcan”, convoca el multiuniverso que hoy sugieren la física de partículas; el ensayo “Kafka y sus precursores” anuncia las nuevas teorías de la historia; “Pierre Menard, autor del Quijote”, el descubrimiento del lector en la nueva crítica; y podría seguir encontrando las semillas dormidas de este creador prodigioso, cuyos textos desde el comienzo fueron clásicos. La mejor definición de un clásico “ese libro antiguo que se lee como nuevo”, es la que indica su lectura como sagrada “donde todo es necesario y nada es contingente”, según una sentencia que también fue de Borges.
Casi como Cervantes, el autor que atraviesa cuatro siglos y medio para compararse en la lengua castellana, son sus discípulos incluso aquellos que no lo han leído nunca. No hay hoy libro o periódico en español que no contenga, explícito o encubierto, algunos de sus giros, el modo de adjetivar, el ritmo de sus series, los verbos que adjetivan, su espléndida parquedad. Este autor mayor, que desdeñó la novela y resignó la petulancia de las vanguardias para someterse sabiamente a la lengua, trastornó para siempre la relación de la cosa y la palabra. Su administración hizo del cuento una orfebrería preciosa y del poema una cabal narración. Lograba en ambos géneros la más alta y equilibrada concentración lógica y poética, con un ejercicio constante de pensamiento y sensibilidad.
Así como no es Cervantes ejemplo del Siglo de Oro, sino el Siglo de Oro lo que ejemplifica a Cervantes, tampoco la Argentina puede entenderse sin la presencia enigmática de Borges. Sus ensayos y ficciones, develaron, quizás sin deliberación, la arquitectura espiritual de su cultura. Hoy desprenden más lucidez que los estudios sociológicos o políticos de sus contemporáneos. Desde la refinada ética y estética literaria, contribuyó a desnudar el mito de origen de un país recién llegado a la historia, y revisó su pasado a contraluz del relato. Con una inteligencia irrefutable, y sin alardes ideológicos, expuso el trasfondo heterogéneo de la identidad nacional. La nación, como muchos saben, es una comunidad imaginaria, y fue Borges el primero que desarmó sus piezas míticas. A diferencia de Eliot o Yeats, que amaban los mitos, o Jung o Mircea Eliade, que se envolvieron en ellos, Borges amó los mitos pero nunca se dejó envolver. Los disolvía contra el presente, evaporaba su mística en la pujanza literaria. Solía encontrar en todos sus cuentos, el barro último de los símbolos, la mitología que los subyace. Si la realidad es ese encuentro difícil con el más allá del mito, Borges fue el mayor realista histórico, a fuerza de vivir en un mundo rigurosamente literario.

Memoria Judía
Quizás no sea impropio para este artículo, que procura el enlace de Borges y cierta memoria, destacar, entre sus dones originales, el valiente compromiso con los judíos. No me refiero a sus dos poemas a Israel, sino el que ejerció en los años difíciles. Sartre escribió sus «Reflexiones sobre la cuestión judía», en años seguros de la avanzada posguerra, pero presentó su obra «Las moscas» bajo la ocupación nazi, cuando también terminó el «Ser y la nada» para una editorial colaboracionista. En cambio Borges defendió a los judíos cuando el fascismo de los años treinta asolaba la Argentina, y su posición no tenía el reconocimiento humanista de sus pares, ni era apoyada por el estalinismo de entonces.
Sin otro soporte que su propia visión ética, fue casi el único intelectual no judío que se expresó activamente contra el antisemitismo, sin enlaces ideológicos. Es suya la frase «Decir que si uno es anticomunista entonces es fascista es algo que no entiendo, es como decir que si uno no es católico entonces es mormón». Este tino con las pasiones públicas y su valor cívico no lo abandonaron nunca, pero esa afinidad con los judíos también incluía una visión particular de la historia, y la cercanía con su sentido del tiempo. El tiempo sin tiempo histórico.
La Argentina, que suele enardecerse con sus «héroes» deportivos, como Maradona, Messi, Monzón o Fangio, y musicales, como Piazzola, Troilo o Gardel (cuya fotogénica sonrisa, según Borges, se la había copiado luego Perón), sigue inocente de haber albergado un autor mayor del siglo XX. Sucedió por su prescindencia de los avatares públicos canonizados, su carencia de demagogia, por un pudor ajeno a los nacionalismos, a las multitudes y las exaltaciones, que lo llevó a sentenciar que «el fútbol es popular porque la estupidez es popular». Tampoco cultivaba su fama, solía mofarse del premio Nobel, y por eso su reconocimiento fue tardío, y siempre impopular. Había elegido el anacronismo, tanto en su escritura como en su vida. No desconocía a Bergson y había incursionado en Heidegger, pero su exilio del tiempo, que no desdeñaba la actualidad más que el pasado, derivaba de un pudor generacional, y tenía razones mas hondas que la filosofía.

Historia y memoria
En un ensayo sobre afinidades de Borges y Freud , había observado años atrás el carácter revolucionario que otorgó a Freud, por judío, y a Borges por excéntrico a su tiempo , el encuentro con los símbolos, las representaciones constituidas que sostienen la cultura. Ambos rasparon su barro, mostraron sus raíces, desde la fértil y ancestral «sospecha» judía y desde la pasión permanente por desarmar las metáforas que nos forman. La revelación de la vasta impostura de la cultura austrohúngara, que Kraus y Wittgestein habían auscultado, y que Freud desmoronó desde la escena inconciente, tuvo este solitario compañero de ruta en un continente donde la memoria y la historia guardan también una larga discordia.
El trabajo sobre los símbolos que gestan la realidad, el oleaje insondable de memoria y olvido, tuvo en Borges un testimonio precursor. Toda su obra fue un nuevo trato con la memoria. Ya Freud había indicado su incontrolable movilidad al analizar los recuerdos encubridores en «Psicopatología de la vida cotidiana» (un recuerdo anterior puede representar uno posterior o gestar un tercero). Esa misma memoria es la que enfatiza Borges en «Kafka y sus precursores», en «El enigma de Edward Fitzguerald», en «El tema del traidor y del héroe», en la anacrónica lectura de «Pierre Menard, autor del Quijote». La idea central del palimpsesto, incluso de un original creado por la traducción, o que «La historia quizás no sea sino la repetición de unas pocas metáforas», que sella «La esfera de Pascal», cierra también uno de los últimos trabajos de Freud,»Construcciones en el análisis». En ambos casos emerge una memoria, más allá de la historia, una memoria de filiación judía. La ética y las pasiones sostienen los encadenamientos de esta temporalidad propia que desdeña la cronología. Sostienen Freud y Borges aquella devoción por la que, según el historiador Yosef Hayim Yerushalmi, nada era más adverso a los judíos que la historia, disciplina contraria al recuerdo como imperativo religioso. Convertir la historia en memoria, y desnudarla de mitos para encontrar el tiempo «puro», como procuraba en «Historia de la eternidad», fue un propósito invisible y temprano en la obra de Borges.
Mucho antes de conocer la clásica edición de Gershom Sholem sobre la mística judía en los años cuarenta, Borges ya había leído y escrito sobre la Cábala en los treinta, cuando los estudios de León Dujovne eran apenas conocidos. Muy temprano, del libro «Las pandillas de Nueva York (1928), tomó el descomunal gangster judío, desmitificando por esa precisión un prejuicio antisemita en su Historia Universal de la Infamia. Una sensibilidad que excedía la amistad de los amigos judíos en su bachillerato de Ginebra, y pulsaba una de las cuerdas mayores de su filosofía andante. La referencia a los judíos era notoria en sus relatos y poemas, porque idealizaba la tenacidad y el cosmopolitismo, el fervor de la fe y la multiplicidad histórica transformada en memoria. También era adverso al nacionalismo, y pontificaba que un argentino podía heredar todas las literaturas europeas, a diferencia de un alemán o un francés, y que podrían aprender esa suerte cosmopolita de los judíos. También en esa idea, en esa inclinación hebrea, formulaba otra memoria.
El reciente aniversario confirma y tonifica su carácter enigmático, el desplante de «criatura» literaria contradictoria, como en sus imprevistos modos de surcar tiempo y memoria. La sensible visión bifronte: El linaje, la vasta herencia libresca, la sucesión de los “mayores”, pero también el luminoso arrebato, el rapto al infinito, donde el «hecho estético es la inminencia de una revelación que no se produce». Un singular ser, de largo aliento en la erudición, con vida reflexiva, memoriosa, prolongada y perfeccionista, ciudadano de la cultura, como procuraba Thomas Mann o Anatole France, pero con la audacia revolucionaria y vertiginosa de Rimbaud o Verlaine. Genuina conjunción del momento y de los ciclos. Claro que una pasión de largo plazo es casi un oximorón, como instante eterno, o eternidad fugaz, y quizás por eso su aura sigue flotando incierta sobre los aniversarios. El tiempo fue una tensión central de su obra, y ahora es todavía una memoria en ciernes, un instante abierto que inquieta las memorias.

La memoria nómada
«Hacia 1824 – se relata en “Tlon, Uqbar, Orbis, Tertius” -, en Memphis (Tennessee) uno de los afiliados conversa con el ascético millonario Ezra Buckley. Este lo deja hablar con algún desden – y se ríe de la modestia del proyecto-. Le dice que en América es absurdo inventar un país y le propone la invención de un planeta”. La observación del personaje de Borges es de cabal pertinencia si se considera la formación de Argentina, unificada por el ferrocarril y una economía en escala, que se nutrió de una historia que teleológicamente desembocaría en ese cuerpo. Leyenda, mito, impostura de un nebuloso pasado, patria intemporal, nación como absoluto, son artefactos imaginarios que atraviesa con sus relatos. Otro desenlace para Martín Fierro, una subjetividad exasperada para el abstracto Laprida, el instante agónico del gaucho que repite a Julio Cesar, una cautiva de los indios que guarda ecos del bárbaro frente a Ravenna, son historias giradas a ficción y desenvuelven la ficción hecha historia que sostiene la historia argentina.

Mas allá del pasado fantasma del país, que quizás por ser descendiente directo de guerreros, procuraba volverlo a la memoria, develó también otros tiempos y espacios. La disolución del engañoso pedestal histórico, su trabajo con la génesis de los símbolos, tiene un rango universal. En «Mutaciones», declara su perplejidad porque una flecha que indica una dirección vial y es un signo inofensivo, haya sido una vez la flecha de hierro que nubló el sol en las Termópilas, o que una cruz rúnica de brazos curvos haya sido remotamente un instrumento del patíbulo. Esa fascinación por la prehistoria del símbolo, no es una complacencia sobre la abstracción, sino un interrogante sobre sus orígenes, sobre la realidad que trastornó. Invierte el recorrido, pasa del mito a la anécdota, desciende del nivel sublime al signo original. También su humor irónico suele seguir ese rumbo. Si sus conceptos en ocasión esbozan un horizonte, y apelan por algún ideal en la lejanía, no procuran el complaciente arquetipo, resultan siempre un platonismo en controversia, desgarrado por el vigor trepidante del tiempo. Cabe acotar que, aparte de la función del lector que indica en «Pierre Menard, autor del Quijote», observa en ese texto también un desdén por la historia y sus pisos solemnes. Festeja el anacronismo de leer la Odisea como anterior a la Illiada o posterior a la Eneida, y celebra el presente, la invención como una gestión de la memoria. El pasado, nos dice, puede ser tan conjetural y populoso como el futuro.

Para Borges la historia es solo una forma de escritura, una memoria, cierta literatura. No trata solo, como Marcel Schowb, de recuperar estéticamente la escena histórica, sino de mostrar su incierta pero rotunda materialidad en el trabajo mismo de la palabra. No es extraño que Sarmiento y Martín Fierro hayan cifrado la memoria de Argentina, que Walt Whitman y Mark Twain hayan fundado América del Norte o el Quijote a España. Como ocurre en «Tlon, Ouqbar, Tertius», desde las letras fluye toda la realidad. No es extraño tampoco que haya encontrado en la existencia de Israel, preparada por la literatura no solo religiosa, la realización cabal en las palabras de un origen de palabras. Este trasiego de símbolos es la materia viva de la historia según Borges. La muestra sin explicarla, con relatos casi para mirar: la claridad solar de la prosa no deja ángulo de sombra para una interpretación. Permite que los sentidos puedan comerciar desde muchas esquinas. No solamente avanza desde el mito a la fábula, como Kafka, sino también de la fábula y hasta de la aventura al mito, en un doble movimiento incesante. Tampoco procura el mito como unidad originaria de la cultura, como hizo W.B.Yeats con los duendes irlandeses o T.S.Eliot con los de Europa. Borges los trata fuera de la historia, como significantes disponibles, errantes, que a veces retornan como ídolos y a veces siguen viajando como letra. Los mitos no cristalizan en un núcleo último, y por esa resemantización sin origen ni destino, Borges elude las pertenencias con un temple raigalmente antifascista.

Esta memoria de múltiples direcciones (anticipada por aquel mito judío que registran Patai y Graves sobre una batalla que se pierde por un pecado que se habría de cometer en ese lugar mil años después), guarda la lúcida amplitud de los cabalistas que tanto le habían interesado. También, como ellos (excepto para el caso de Abulafia), su revelación no estaba personalizada. El sujeto desaparece en esa temporalidad mayor, y Borges entra en la genuina tierra de nadie de la memoria.

Quizás una memoria de su memoria resulte inacabable, un círculo paradojal que invita a la perplejidad, como aquel desafío lógico de Bertrand Russel sobre un archivo imposible que contenga todos los archivos que no se contienen a sí mismos.

  • Escritor, ensayista, sobre este tema le pertenecen los ensayos : “ Borges, precursor del exilio” , “ Antimateria de la historia: lo siniestro en lo fantástico” , “Borges y Freud, derroteros y cruces de la excentricidad”.

 

 

 

 

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