Viejos fantasmas para el nuevo siglo

2 noviembre, 2016
Foto Wikipedia

«Y cuando despertó el dinosaurio todavía estaba ahí» Augusto Monterroso

Fernando Yurman

Como una sarcástica paradoja, la globalización, que unifica las culturas y hace del planeta la residencia reconocida de toda la especie, ha disminuido la idea de «humanidad». Ese horizonte ético del bípedo pensante parece haber entrado en una imprevista prehistoria. El desajuste entre los mitos regionales y las escalas económicas, entre saberes locales y el vértigo tecnológico, no es atenuado por una mayor benevolencia genérica. Aumenta por el contrario la voluntad de particularizar las naciones. Los demonios nacionalistas retoman los desvanes del nuevo siglo, el anhelo de identidad cierra las pasiones, y un inquietante «Dejá Vu» tiende ornar los discursos con añejas escenas.

Esa sensibilidad estrecha, que la globalización exaspera, tampoco promueve una aliviadora localización. Monumentos, ruinas, música y costumbres son tierra de nadie. La aspiración de memoria y espacio propio no es su sino. Una trepidante prosperidad como la de China arrasa milenarias arquitecturas, pero también demuele su abarrotado desván de creencias; grandes historias congeladas flotan como témpanos, chocan con otras a velocidad de Internet y se disuelven en el tiempo.

La expansión de los «no lugares», definición del sociólogo Marc Auge, desborda las posiciones originales (aeropuertos, sitios turísticos preformados, centros financieros) para invadir las identidades históricas y sociales.

En esa geografía sin mapas, que renueva toda la memoria sedimentada de la especie, fue estremecida Europa, cuna de la modernidad. La remoción de su identidad tiene efectos todavía impredecibles. Antes de la primera guerra, la “Sublime puerta”, una anquilosada Turquía, se consideraba “el hombre enfermo de Europa”, hoy es la misma Europa el “hombre enfermo” del planeta.

Algo desaparece y nadie sabe lo que viene, ni la naturaleza de lo perdido. Como en los duelos patológicos, en ese continente los síntomas del siglo XX circulan y se acrecientan en el XXI. Uno de ellos, el antisemitismo, retorna sin maquillaje a la escena del crimen.

Hungría, que lidera el rechazo a los inmigrantes, entona su semblanza bucólica con un vocinglero movimiento fascista, y el memorioso Danubio reflota pavorosas escenas para la historia judía. El rechazo al refugiado tiene afinidad en la violencia contra gitanos y las listas contra judíos, un movimiento liderado por los que reivindican a Horthy – el siniestro “patriota” húngaro que a finales de la segunda guerra entregó 400.000 judíos a las cámaras de gas. En la Italia del inefable Beppe Grillo, un payaso de burda máscara ideológica, se levantan pasiones de la antipolítica que evocan a Mussolini, y un rancio oscurantismo vuelve a soplar sin mayor resistencia. Un Vicepresidente del senado italiano llamó “orangután” a una ministra de origen congolés, sin que hubiera sanción; silencio que habrían aplaudido los espectros de los “camisas negras”.

En Francia, la xenofobia es un valor cívico y los ataques antisemitas ya devienen una vicisitud natural; se cristalizó el miedo a mostrar la identidad judía, y Marine Le Pen sugiere prohibir la kipá. En Grecia, que guarda en su memoria una de las heroicas guerrillas de la segunda guerra, las flamantes facciones neonazis expelen rotundas declaraciones y convocan desfiles. En Polonia, la virulenta expresión antisemita de un sacerdote no fue registrada como transgresión, y por el contrario, alentó una revisión de la «intolerancia» estatal a la delicada idiosincracia local. En la prolija Alemania, vuelven a escucharse expresiones tácitamente vedadas, como el sustantivo “Volk”, que tan caro había sido a los arrebatos líricos de Goebbels. La reciente declaración de la Unesco sobre Jerusalén no puede ser imputada solo al sesgo político de sus miembros, está apañada por una creciente benevolencia con la pasión antisemita.

La atmósfera se asemeja mucho a lo que esta generación había leído sobre las anteriores. El «Deja Vú» afecta también a Estados Unidos, confundido con los espejismos que lo envolvían en la depresión de los «treinta»: una novela, la distopía literaria de Philip Roth sobre una America fascista liderada por Lindhberg, contamina sin tregua la realidad actual. Ámbitos cuidadosos del pensamiento correcto son avasallados por declaraciones oscurantistas. Cuando baje la marea electoral, se podrá saber sobre aquellos que nadaban desnudos, pero quedará la resaca de sus diatribas, los mitos conspirativos y las imaginerías prejuiciosas, fertilizando el jardín venenoso de los fanáticos. No deja de impresionar el carácter puntual, sus frases casi copiadas, como orquestadas para un riguroso «revival» histórico.

Las declaraciones veladas y un profuso empleo de eufemismos nunca faltan en estas fiestas. La “naturalidad” cívica de la pasión nos renueva un enigma: el imprevisto vigor maligno que despierta de un intermitente sueño de 70 años. En ese tiempo, en el viejo continente,  generaciones de bien pensantes habían tratado de establecer, más allá de lo económico, una identidad espiritual europea. Ahora renació fervorosa, y es casi unánime, pero fascista. Aquel europeísmo global que se había intentado infructuosamente inculcar era, curiosa coincidencia, el mismo que se acusaba al “disolvente” cosmopolitismo judío hasta la década del treinta. Es la segunda muerte de soñadores de la Europa de Ayer, como Stefan Zweig, Max Nordau o Thomas Mann.

El florecimiento antisemita sugiere simples semillas que encuentran la estación. Un abono que rompe la contención de algunas pulsiones, porque el fanatismo no es un discurso, solo la relación con un discurso; lo que era un delirio susurrado deviene una postura plena de socialidad política. Durante las últimas décadas, el viejo antisemitismo europeo, después de encubrir su densa infamia criminal durante la segunda guerra (un fervor que excedía la “banalidad del mal”), había logrado mantener su mala salud de hierro a través del antisionismo. Un artificioso interés anticolonial, en el continente colonialista por excelencia, había logrado que en el teatro imaginario de la izquierda perdurase el “lobby judío”, un mito conspirativo que heredaba los góticos “protocolos de los sabios de Sion”. Viejas pulsiones vergonzantes, pero no desaparecidas, pudieron mantener sus fogones encendidos. Los movimientos de indignados, una especie de enojo visceral que no accede a la política, podía soplar esos rescoldos. La última generación europea, la más educada de su historia, y la más lesionada por la desocupación, avivó sus chispas. Esta derrota del pensamiento, pronosticada décadas atrás por el ensayista Alain Finkielkraut, se expresa hoy en una pléyade de afirmaciones iracundas sin instrumentación. En ese caudal nadan gestos folklóricos, aspiraciones regionales y frustraciones económicas, y los prejuicios antisemitas, por su irrebatible oscuridad, obtienen la mayor adhesión.

Es sabido que la lógica abstracta se desvanece en el fervor popular. Los hechos, sin concepto político, retoman un aura primitivo y la realidad se torna “amarillista”; aquello que no alcanza a representarse, y falla en simbolizar una distancia reflexiva, se aplana en una crónica de impresiones pasionales; aunque la democracia tiene, como ardua virtud y severa limitación, un carácter representativo, la sociedad atormentada busca dimensiones participativas, mágicas, ineficaces, pero de gran beneficio emotivo. Con el creciente desvanecimiento del planeta bipolar que ordenó la guerra fría, se multiplicaron las esquinas geopolíticas, pero no desapareció el cultivo del Otro como enemigo absoluto. Esa tendencia perdura y atraviesa la historia. La sociedad nazi en su tiempo clasificó a judíos, homosexuales, gitanos, Testigos de Jehová, comunistas, como Otros primordiales.  Qué mejor alianza sentimental para el caso actual que el odio a un Otro consolidado, una auténtica tradición europea del Otro, como los judíos, los gitanos y, más recientemente, los refugiados.

El aniversario actual de la mítica olimpíada alemana de 1936, nos permite revisitar “El triunfo de la voluntad”, de Lenny Riefensthal, ese clásico del cine político nazi. El virtuosismo técnico del film ha sido largamente reconocido, pero desde años atrás su fuerza persuasiva se consideraba arcaica. Las geométricas certezas de esa retórica, se habían disuelto por el largo trabajo crítico de una intelectualidad progresista. Ahora resulta menos arcaica, sus pasiones vuelven a ser contemporáneas. Quizás anticipando ese retorno, el pesimista Bertold Brecht, cuando aterrizó en Berlín en 1946 procedente de su exilio, había observado que suponer que los pueblos aprendan de la historia es como creer que un ratón experimental de laboratorio pueda aprender biología.

Sigmund Freud había dictaminado que el trauma tiene siempre dos escenas, y las luces de ambas potencian su sentido. En este caso las escenas son muchas: el genocidio nazi puede iluminar los pogroms de la Rusia zarista, el colaboracionismo de Vichy el tumultuoso caso Dreyfus, la “noche de los cristales” las matanzas de Petliura, y todos ellos la frondosa historia de expulsiones, edictos, inquisiciones que hicieron rebotar los judíos de una nación a otra durante siglos. Por alguna extraña fe en la racionalidad, después de la Segunda Guerra se creyó largamente que “eso” no volvía. Aunque España o Polonia ilustraron la peculiar existencia de un antisemitismo sin judíos, el tema fue en verdad sobreseído porque se desvaneció con la víctima. Como en el cuento de Kafka, el guardián de la puerta se torna irrelevante y puede sellarla cuando el único que pretendía entrar muere en el umbral. Ahora, cuando el fantasma insiste con tanto vigor, podríamos recordar que nunca se había saldado completa la promesa de Hitler, aquel ungido que siempre muere por los pecados de todos.

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